La superstición y las creencias de antaño, aunadas a la pobreza y a la falta de oportunidades en el campo, empujaban con frecuencia al campesinado a inventar las más absurdas maniobras con tal de aliviar la carga de infortunios y penurias de la vida.
Una de estas creencias consistía en ofrecerle el alma al diablo a cambio de riquezas y buena suerte que cambiarían para siempre la situación de miseria en que se debatía el oferente.
Como paso inicial, el empobrecido campesino concurría a un sitio en medio de la montaña, donde hacía un descampado, y acto seguido, mencionaba su nombre tres veces, señal inequívoca de que quería hablar con Belcebú para exponerle sus requerimientos.
Muchos de los atrevidos buscadores de bienestar a cambio de su alma, resistían hasta el final de la ceremonia sellando así el pacto demoníaco con el mismísimo Satán; pero, se sabe de otros que al primer remezón de la montaña y los gritos de ultratumba del rey del averno, se desmayaban o huían despavoridos.
Cuando una persona le entregaba su alma al diablo, las riquezas se le multiplicaban con una rapidez increíble, llegando a tener en pocos años, miles de cabezas de ganados, extensas haciendas, joyas y bienes materiales a manos llenas.
La creencia rural decía que al final de su vida, quienes habían dado su alma al Diablo, a la hora de la muerte sufrían una larga agonía que se prolongaba noche y día, porque el moribundo era custodiado por el Angel del Mal que lo esperaba impaciente para llevarlo a las pailas de brea en las profundidades del infierno.
Al final, después de agonizar durante varios días, el penitente moría entre estertores, sudoraciones y su fortuna y deseos de grandeza terminaban convertidos en ruina y desolación.