Todo comenzó con densos nubarrones negros, que se fueron amontonando sobre el pueblo de Plainfield, Illinois, en Estados Unidos. El servicio meteorológico anunció: "Hay amenaza de fuerte tormenta", sólo que en vez de una tormenta común de verano, lo que hubo fue un feroz tornado que casi destruye totalmente al pueblo. Hizo que se elevaran y volaran por los aires grandes camiones y tractores, casas, establos y galpones.
Bajo los escombros de una casa hallaron, muy débil y asustada, a Patricia Uridel, madre de treinta y tres años de edad. Entre sus piernas tenía aferrado a su hijo mayor, de diez años, y en sus brazos sostenía a sus dos bebés. Patricia estaba toda cortada por los vidrios y pajas del establo, que tenía clavados en la carne. No obstante lo imprevista que había sido aquella odisea, había logrado salvar a sus hijos. "Yo no voy a dejar -dijo ella- que ninguna tormenta se lleve a mis hijos."
He aquí una madre valiente. Sólo los que han visto uno de esos tornados de grado máximo saben lo horriblemente destructores que son.
Patricia Uridel sufrió la pérdida total de la casa. Pero en medio de vientos que alcanzaron 400 kilómetros por hora, ella pareció clavarse al suelo, y con un esfuerzo sobrehumano retuvo a sus hijos con ella. "No voy a dejar que ninguna tormenta se lleve a mis hijos", fue lo que determinó.
Lo mismo debieran decir todas las madres y todos los padres del mundo. Porque si bien no siempre hay remolinos atmosféricos que nos amenazan, sí hay otras tormentas que son mucho peores.
¿Qué del abuso de drogas? ¿No es acaso esta una tormenta más destructora que un tornado que puede destruir una ciudad? Debiéramos decir: "No voy a dejar que a mis hijos se los lleve la tormenta de las drogas." Y abrazándolos con toda la fuerza de nuestro ser, toda la emoción de nuestra alma y una plegaria sincera a Dios, debiéramos retenerlos en el hogar.
¿Y qué de otras tormentas, tales como la tormenta del libertinaje, la tormenta del alcohol, la tormenta de la rebeldía y la tormenta del delito? ¿Acaso no deben padres y madres también reaccionar diciendo: "No dejaré que a mis hijos se los lleve ninguna tormenta"?
Buquemos en Cristo el poder para conservar nuestro hogar sano y nuestra familia unida. Invitemos a Cristo a ser el Señor de nuestro hogar, asegurándolo así contra toda tormenta que pudiera destruirlo.