Comenzando el segundo año de gobierno de la administración Martinelli, es claro que la campaña política no ha terminado, aunque se desarrolla de formas diferentes.
La publicidad pagada ha dado paso a los correos electrónicos y glosas tanto oficialistas como opositoras (algunas de ellas anónimas), que valiéndose de los insultos, y la mezcla de mentiras con verdades, buscan afectar sus enemigos políticos y ganar una cuota de credibilidad ante el pueblo. En esta guerra se enfrentan las fuerzas políticas tradicionales, al igual que lo más extremo de la derecha y la izquierda de este país.
La crisis de Bocas del Toro ha sacado lo peor de todos los sectores involucrados en esta guerra contínua por el poder a través de todos los medios. La Ley 30, aprobada a tambor batiente, sin consultas, y con sus afectaciones al derecho a huelga y sus controversiales cambios a los alcances de los estudios de impacto ambiental, fue el detonante de todo el problema.
Al gobierno no le ha quedado de otra que aceptar su responsabilidad, pero aún así insiste en tratar de buscar la forma de que la culpa recaiga sobre sus adversarios políticos; y estos, por el otro lado, han arreciado sus ataques contra el aparato gubernamental, elevando el nivel y el tono de las acusaciones. No hay mesura en ninguna de las partes; más bien parece que toda la situación va en escalada.
Panamá siempre ha sido un país pacífico. Suficiente tenemos con la violencia generada por los delitos comunes, para que en unos pocos meses o años, la violencia de tipo político se convierta en moneda corriente. Los líderes de este país deben darse cuenta de esto, porque cuando se llega a ese punto, es casi imposible dar vuelta atrás.