Pienso con justos razonamientos, conociendo muy bien lo que esto significa, que los fundamentos sobre los cuales está edificada la democracia no pueden permanecer sujetos a las livianas improvisaciones dadas de la noche a la mañana, alejadas del serio trato que debe persuadir al hombre justo que lo impulsan los variados compromisos con los apretados maremágnum.
Todo buen político debe apresar a título posesorio y de manera disciplinada la fe en la rectitud de sus conceptos, en unión con las de sus conciudadanos, tendientes a acuerpar toda buena iniciativa buscando la consecución del bienestar general.
El buen estadista es un guía elevando el índice enseñador del rumbo a tomar por todo aquel que lo sigue, evitando que su pueblo en las continuas e intricadas algarabías, fruto de la consecuencia de la desolación económica se precipite de bruces por la boca del abismo. Esa fe que proviene de los inagotables manantiales de la conciencia no es más que la corriente interior intrínseca, contribuyente y fortificadora como el rayo de luz que surge del fondo de la noche, rasgo inseparable del hombre público, sujeto al escrutinio intolerable y sin escrúpulos inherentes de la gente sencilla.
Le toca promover las grandes empresas y ponerlas en manos responsables, en resumen de todo aquel que esté mayormente capacitado para llevarlos a feliz término. Las ignominias y los malos caprichos serán expulsados del entorno de sus actividades. Los insultos, la censura y los vilipendios aupando las bajas pasiones serán conculcados con severidad inaudita por su Gobierno nacido de la legitimidad.
La buena y clara argumentación, el comedimiento del lenguaje, el aborrecimiento de la mentira, la mesurada altivez, el respeto por lo querido de los ciudadanos serán virtudes que no se borrarán jamás. La pobreza no debe ser una limitante entre nosotros para ejercer cargos públicos; cualquier hijo de vecino puede ser un servidor de la patria, por más humilde que sea su procedencia.