El apartamento fue especialmente diseñado. Un arquitecto elaboró los planos: dos cuartos bien amplios, dos compartimientos para vestirse, un baño completo instalado a todo lujo y un balcón que miraba a un valle florido. Y todo esto con calefacción para los días fríos y refrigeración para los calientes. Pero este no sería un apartamento de soltero millonario; ¡había de ser una prisión! Uno de los grandes traficantes de drogas se lo hizo preparar para él mismo al reconocerse convicto de narcotráfico. Era una prisión bellísima, eso sí, pero prisión de todos modos.
Las cárceles siempre han tenido fama de horrorosas. Siempre han sido frías, oscuras, plagadas de ratas, cucarachas, telarañas y murciélagos. Han sido lugares de dolor, de lágrimas, de amarguras, de frustraciones. Todas las cárceles son así, excepto la de este hombre. La de él era cárcel de lujo, pero no dejaba de ser cárcel. Le faltaba la libertad.
El ocupante de una cárcel semejante puede mirar cómo vuelan las aves por el valle florido, pero no puede seguirlas en sus vuelos. Puede ver correr el arroyuelo por entre vegas verdes, pero no puede refrescar los pies en él. Tal persona está presa, y no hay para ella libertad.
Sin embargo, la carencia de libertad no se limita al interior de una cárcel. Se puede también estar fuera de la cárcel y tener de todo en este mundo, pero ser, como quiera, el prisionero más cautivo que existe.
Aparte de las prisiones más conocidas, como lo son la tribulación de pasar toda la vida en una silla de ruedas, o el tormento de deudas serias por descuidos comerciales, hay otra cárcel todavía más severa. Es la cárcel de la inseguridad espiritual.
Sabemos que hay un Dios. Sabemos también que llegará el día de confrontación con nuestro Creador. Y sabemos que no vivimos preparados para ese encuentro. Esta es una severa cárcel espiritual. Podemos creer que no existe ningún Juez divino, o que no tendremos que comparecer ante Él, pero por alguna razón inexplicable no se nos quita de encima la inquietud.
Ya es hora de que salgamos de esa cárcel. La puerta está abierta. La abrió Jesucristo con la llave de su sacrificio. Sólo tenemos que reconciliarnos con Dios, y se disolverán la culpa, el temor y la ansiedad. Aceptemos la libertad que nos ofrece Cristo. De hacerlo así, en lugar de conformarnos con una prisión a todo lujo, podremos darnos el lujo de disfrutar de una libertad sin igual.