Sin que la mayoría de los panameños nos percatáramos, un día el país comenzó a hundirse en la turbulencia de una ola de crímenes con ajustes de cuentas característicos del modus operandi de los carteles de la droga, sin que hasta el momento, las autoridades de seguridad pública logren hilvanar una estrategia que contenga semejante malestar que en vez de aliviarse tiende a agravarse.
Los frecuentes ajusticiamientos, consecuencia de la guerra desatada entre miembros de bandas dedicadas al negocio oscuro del narcotráfico y el lavado de dinero, mantienen alarmada a la población inocente, ajena al drama que ocurre a su alrededor.
Poco a poco, el territorio panameño está siendo empujado a un escenario violento con escenas que ya son cotidianas de personas cuyos cuerpos acribillados son lanzados en las cunetas de concurridas carreteras y lugares solitarios, mostrando los rastros de las prácticas de eliminación física insensata, antes desconocidas por nuestros compatriotas.
Sin embargo, este fenómeno delincuencial no sólo es obra de extranjeros y cuenta con la participación de nacionales que se han incorporado a la mañas criminales en una combinación que internacionaliza el delito haciendo todavía más difícil su detección y captura.
¿Hacia dónde vamos? He allí la gran interrogante con la que amanecemos día a día los panameños. ¿Con imágenes y mensajes tan negativos, podrá el país promocionarse en el plano internacional como un sitio seguro y de oportunidades?
Las recientes ejecuciones de elementos vinculados al negocio de la droga en suelo nacional, son los primeros ramalazos de una tormenta que amenaza con arrastrarnos a la vorágine sanguinaria de otras latitudes devastadas en manos de la violencia irracional.