Un anciano pintaba una silla con azules y fresas, amarillos y verdes; de vez en cuando, una pincelada blanca que atenuaba la rotundidad del cárdeno. Y el viejo sonreía cuando descubría una combinación nueva. Sonreía y se lo celebraba. "¡Ándale, pero qué chula!"
Cubierto con un poncho, calzaba sandalias y fumaba una larga panatela, liada por él mismo, mientras su rostro dejaba traslucir una honda felicidad que contaminaba el ambiente.
Las sillas eran de madera que el artesano había torneado con habilidad y con trenzadas eneas que él había buscado junto al río para dejarlas secar sobre la terraza de su casa encalada.
Las sillas salían a su aire. En unas, predominaban las flores rojas; en otras, se combinaban con azules y malvas. Su mujer decía que "dependía del viento, y del aliento", y se retiraba tan fresca.
Un día, pasó por allí un turista gringo cargado con máquinas de fotos y tomavistas. Después de filmar y de fotografiar al anciano desde todos los ángulos, sin pedir permiso ni haberlo saludado, el gringo le espetó:
- ¡Buen hombre, escuche! ¿Cuánto cuesta esa silla azul que está pintando?
El anciano le respondió sin dejar de hacer lo que estaba haciendo:
- Diez dólares, señor.
- ¿Y cuánto tardaría en entregarme doce como esa?
- ¡Ah, pues no sé! Como vayan saliendo, eso ya no depende de mí. Además, doce como ésta le costarían trescientos dólares.
- ¿Trescientos dólares? ¿Pero no me dijo que esa costaba diez?
- Sí, señor, pero ¿quién me va a pagar el aburrimiento de pintar siempre lo mismo en cada silla?