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Un simple juego de naipes

Hermano Pablo | Reverendo

Era un simple juego de naipes, un juego en que las barajas multicolores atraían las miradas y provocaban, con sus diversas suertes, unas veces sonrisas de triunfo, y otras, gestos de impotencia. Tan simple era el juego que ni siquiera se estaba apostando dinero.

No obstante, Evaristo José Cofre, campesino chileno, se armó de un afilado cuchillo y con él mató a una de las personas que jugaban, e hirió de gravedad a la otra. Esa otra persona era nada menos que su esposa Patricia Aravena, agraciada mujer de treinta y seis años. ¿La razón? El juego de naipes entre Patricia y el desconocido se estaba realizando ¡en el lecho matrimonial de Evaristo!

Si Evaristo supiera de refranes, bien pudiera haber recordado aquel que dice: «A quien tiene mala mujer, ningún bien le puede venir, sino es que sea que ella se muera», u otro parecido que dice: «En nombre de Dios, quien mala mujer tiene, mátesela Dios.»1 Pero conste que esos dos refranes no le dan licencia al hombre traicionado a que mate a su esposa. Sólo establecen que el desagravio queda en manos del destino o de Dios mismo, así que no exoneran a Evaristo de su acto de venganza.

Además, hay que reconocer que no son iguales las reacciones de los maridos engañados. Si bien algunos, como Evaristo, responden con violencia, otros reaccionan con calma ante la infidelidad de la esposa. Lo mismo ocurre con las esposas traicionadas. Algunas se resignan al machismo del marido y toleran su infidelidad; otras ven derrumbarse el sueño más hermoso de su vida y se suicidan.

Sin embargo, por encima de toda opinión, sentimiento y parecer humanos, se eleva la firme, estable, sana y permanente Palabra de Dios. En ella Dios mismo establece que el adulterio es pecado, de modo que lo será por siempre mientras exista Dios y haya moral y decencia. Ya es hora de que reconozcamos que es un pecado que destruye la unidad familiar, que trae vergüenza sobre el hogar, que amenaza la seguridad y la felicidad de los hijos, y que puede arruinar y destruir por completo al hombre y a la mujer que lo cometen.

Es cierto que un día Jesucristo perdonó a una mujer que, al igual que Patricia, fue sorprendida en adulterio, y no la condenó.



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