Mientras el cerebro envíe mensajes importunos al corazón, el pobre órgano en completa intemperie, será víctima de los arrebatos, generados por los frecuentes sobresaltos, cuyo saldo serán las arritmias desordenadas de curaciones imposibles.
Y eso les sucede a los envidiosos, mueren congestionados de perfidia, promulgando la mentira, el odio y el error, como garantía, en menoscabo de la culta ventura de un ser indiferente, que ni siquiera se percata que ellos son habitantes del entorno.
Parásitos expoliadores de la honra que desean ver marchita con sus ojos ilusos, empañados de visiones ocasionadas por el engaño de espejismos moribundos. La perseverante desesperación aliada de la timidez traicionera en perpetua obstinación, pretenden con subterfugios, denigrar la conducta intachable del hombre con dignidad.
No me convencen estos eternos alabarderos, palmípedos que sestean a la sombra de su propia ineptitud, intentando dar golpes de alas sin estar facultados para las grandes empresas de intrepidez impresionantes.
Haber nacido con el pensamiento castrado de inteligencia es su pecado, por ello vuelan a ras del suelo, esperando la hora de la oscuridad para dar sus picotazos sin fuerzas.
Este es el vano intento de todo aquel que cuenta luengos años y que aún no se ha percatado de esta realidad dantesca. Y tienen sus modelos ideales, Tartufo, rey de la traición y de la hipocresía, Minos, semi dios de la infamia, mandó a construir el confuso laberinto para encerrar a su insoportable hijo, el Minotauro y Melito, cobarde e infame, el incordio trastornado lo trasladó portando en andas destartaladas la imagen de la deidad inconsciente.