Ganar y perder forma parte de nuestra vida cotidiana. Uno trata de ganar siempre, pero no siempre se puede. A veces se trata de un partido de fútbol en la cancha de la barriada. Otras veces se trata de la competencia por una licitación, o una apuesta deportiva.
En esta sociedad de competencia, todos estamos expuestos a la derrota ocasional. Incluso a las rachas de derrotas. Y si bien es cierto que no podemos dejar que esos fracasos nos amilanen ni que nos saquen de nuestro camino, tampoco es que debemos hacer pataletas ni tampoco negarnos a aceptarlas, como hacen todas las personas positivas.
Una derrota hay que tomarla como parte del proceso de aprendizaje. Uno pierde por razones específicas, que deben ser analizadas. Las conclusiones que uno saque de esas experiencias negativas, deben servirnos para volver a enfrentar los retos, ahora sabiendo qué errores evitar cometer.
En el deporte, los malos perdedores son los que no aceptan el pitazo de un árbitro, o el puntaje de los jueces, aunque estos hayan sido justos.
En la vida, los malos perdedores son los que fallan en reconocer los méritos de los que triunfan (aunque estos tengan bien merecidos sus logros), y que también fallan en saber qué fue lo que ellos hicieron mal.
El que se niega a autoanalizarse, está condenado a cometer siempre los mismos errores. Y por lo tanto a ser siempre derrotado. En consecuencia, es un perdedor.
Incluso los mayores triunfadores hay probado el amargo sabor de la derrota. Pero cuando les toca perder, se aseguran de cubrir todas las bases en su próximo intento. Se trata de usar las derrotas como un punto de aprendizaje y de crecimiento para poder ganar la próxima vez.
Tampoco hay que tenerle miedo a la derrota. Nadie puede ser un triunfador si no ha enfrentado la adversidad.