La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante.
Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor -la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico-, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor.
La petición de Jesús a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del "agua que brota para vida eterna" (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos "adoradores verdaderos" capaces de orar al Padre "en espíritu y en verdad" (v. 23). ¡Solo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Solo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, "hasta que descanse en Dios", según las célebres palabras de san Agustín.
Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo.
El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa -y no solo de lo superfluo- aprendemos a apartar la mirada de nuestro "yo", para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).