Cuánto tengo, cuánto valgo, nada tengo, nada valgo, juicio condenatorio e irrebatible pronunciado por los labios temblorosos de Sancho en contra del enfermizo destino, frente a las calamidades perversas de la vida, instigadas por motivos económicos. Requerimos de esta profunda admonición indoblegable tendiente a justificarnos con sereno atisbo de las penurias impuestas por los desaciertos infaustos con el correr de la existencia.
¿Qué somos si no seres que deambulamos por el mundo en crítico estado, tratando de encontrar insensatamente la conformidad que sirva para paliar nuestras estrechas y raquíticas ambiciones, limitadas por la obscura y bajuna pobreza, constreñidas debido a la ausencia de trabajo?
El trabajo reconforta el ánimo que sirve como complemento directo de la inquebrantable responsabilidad. Si tienes trabajo y no lo cumples a satisfacción no pasas de ser un simple mamotreto expuesto a los vaivenes de la casualidad, dolida de toda una consecuente mueca de angustias. Es muy acogedor que sea posesivo en nosotros el entrañable hábito del trabajo honesto, productivo y honrado, pero un aciago día el jefe nos puede mandar a llamar a su despacho privándose de nuestros servicios, cuando creímos que íbamos a recibir un aumento o un ¡ascenso! Es la enorme roca del desprecio y la desesperación pugnando con la perseverancia y los sagrados esfuerzos que habían aconsejado las propias energías.
Cuando creemos que todo encanta y satisface, explota la presión del desagrado, el desánimo cabalga con la desgracia desordenada, derrumbando nuestros patrocinados anhelos. Agachar la cabeza y retirarnos engrosando las frías estadísticas de ¡desocupados! es lo que la casualidad siembra para cosechar ruinas, lesionando la dignidad humana.