"Moriré como un mártir". "Nunca me iré de esta tierra". "Hay que hacer frente a las ratas que siembran los disturbios". Con estas frases desesperadas, el dictador árabe Muamar al Gadafi pretendió fijar el futuro inmediato de Libia. Estos son los titulares de prensa con que se trata de describir la situación creada. Pero desgraciadamente la realidad supera con creces a las noticias que vienen de Libia.
Todo el noroeste de África sufre una gran conmoción política: la revuelta árabe irrumpió en Libia, la dictadura más antigua del Magreb, que dura ya 41 años, la más cerrada y la más opulenta, rebosante en petróleo e hidrocarburos que solo benefician a la clase dirigente. Después de Túnez, Egipto, Yemen, Bahrein, la ola de disturbios alcanzó el feudo del megalómano coronel Muamar al Gadafi.
El problema es que el apagón informativo impuesto por el régimen impide saber lo que de verdad está pasando en este país mediterráneo acogotado bajo la férula de Gadafi, un autócrata beduino de 68 años que gobierna Libia con mano de hierro desde 1969.
El coronel Gadafi considera desde hace cuatro décadas que con los dividendos que le proporciona el oro negro puede obrar a su antojo, dentro y fuera del país. Se cree invulnerable. No obstante, Ben Ali de Túnez y Hosni Mubarak de Egipto, sus vecinos, a los que defendió hasta el final, también se creían invulnerables y han sido destronados después de decenios de poder.
Libia es una nación de un millón 760 mil kilómetros cuadrados casi desérticos con 6.2 millones de habitantes que podrían vivir con desahogo, si no fuera por la codicia de la pequeña elite que domina el país. La sumisión ha durado demasiado en Libia, la población ya no soporta más. La mezcla corrupción y despotismo resulta explosiva.