Resulta curioso cómo resurgen los debates sobre temas álgidos en momentos de crisis, como sucede actualmente con la discusión sobre instaurar en Panamá la pena de muerte, en el marco del actual clima de inseguridad, y los recientes crímenes violentos cometidos por menores de edad.
Hay panameños, entre ellos algunas figuras de gran renombre y prestigio, están haciendo llamados a la ciudadanía, y escribiendo columnas de opinión argumentando a favor de castigar con la muerte a los autores de crímenes violentos.
Sin entrar en debate sobre si los asesinos merecen que se les cobre con la misma moneda, hay que dejar algo en claro: ya el aumento de penas a menores y adultos fueron establecidos en una reforma penal el año pasado, y no parecen haber tenido efecto alguno en reducir las cifras de delitos violentos.
En consecuencia, no podemos esperar que imponer penas más duras vaya a servir de disuasivo a la violencia.
En resumidas cuentas, la pena de muerte no es garantía de que se reduzca en forma significativa el índice de homicidios, ni tampoco de que todos esos menores que están en pandillas, vayan a renunciar a la violencia en sus barrios olvidados por el progreso.
Si como producto de un debate nacional se da como resultado que los criminales violentos del país sean ejecutados institucionalmente, que así sea, pero no podemos esperar que esta medida, por sí misma, se convierta en la panacea que resuelva el problema de inseguridad en el país.