Una regla de oro en cualquier disciplina laboral es que no se mezcla lo profesional con lo personal. Cuando una cosa interfiere con la otra, no nos desempeñamos correctamente en ninguna de las dos.
En todas las oficinas existen diferencias de criterios, encontrones y fricciones, algunas de ellas muy intensas.
Pero tener una de estas discrepancias de trabajo no significa que la otra parte se convierte en nuestro enemigo.
Es cierto, no somos monedita de oro para caerle bien a todo el mundo pero, ¿acaso demostrar nuestro punto en una discusión profesional nos hace despreciables?
Lo peor es que cuando se dan casos en que dos personas que tienen que trabajar juntos en una empresa quedan de enemigos, toda la organización sufre, porque están más preocupados por hacer ver mal al enemigo que desempeñarse por lo que les pagan.
Existen empresas que se llenan de tribus rivales. Unos no se hablan con los otros, y los compinches que se forman por esas enemistades, se sientan juntos a bochinchear sobre el grupo contrario. Es un ambiente de trabajo muy estresante, y poco productivo.
De hecho, una empresa con este problema se asemeja a un país como el nuestro, ya que cada grupito de empleados es como si fuera un partido político, con su propia agenda e intereses. Y ya sabemos cómo se resiente el desarrollo de un país en el que los partidos sólo buscan desacreditarse unos a otros, en pugna por el poder.
Al final, no es posible desarrollar proyectos a largo plazo porque cuando sube un partido que antes era de oposición, todo lo que hicieron los adversarios es malo y hay que cortarlo de raíz.
Con gente poco profesional, no se puede trabajar.