En la vida hay que saber hacer frente a nuestros errores. Quien no lo hace es un tamaño cobarde. Tan sencillo como eso.
En la niñez todos hemos cometido trastadas. Rompimos algún jarrón o rayamos la pared con crayones, pero definitivamente que le causamos muchos dolores de cabeza a nuestros padres. En algún momento el instinto de conservación nos hizo decir mentiras sobre lo que habíamos hecho. Les dijimos la mentira de que "fue mi hermanito" o cosas semejantes.
Pero es casi imposible engañar a los padres cuando uno está en edad preescolar. Ante esa situación -si teníamos padres responsables- estos nos aplicaban dos castigos: uno por hacer la trastada, y otro por mentir y echarle la culpa a otro, porque siempre uno debe enfrentar las consecuencias de sus actos. Es una lección imprescindible para la formación del carácter y el desarrollo de un sentido de responsabilidad en cualquier individuo.
Por ello la indignación se mezcla con la extrañeza cuando uno ve a un mamuyón, que encima de eso es jefe, echándole la culpa de un error propio a uno de sus subalternos. Uno se pregunta: "¿Quienes y cómo educaron a este irresponsable?".
Esto es una inequívoca señal de inseguridad y cobardía. Al que está más abajo en la cadena de mando le meten una patada en el trasero, y el que realmente hizo la gracia se muestra como el "gran impoluto". Y al pobre empleado no lo botaron tanto por habérsele atribuido injustamente el error, sino porque su jefe directo, ese gallinón que lo indispuso, encima impulsó su despido, para así eliminar todas las pruebas de su incompetencia.
Pero las lecciones que no aprendimos cuando niños, algún día nos llegan. Esos que hacen sus trayectorias a punta de indisponer a otros, tarde o temprano se encuentran con la horma de su zapato. La verdad sobre las personas siempre sale a la luz, tarde o temprano.
Para los pocos que aún no la captan, deben entender que demostrar la hidalguía de aceptar los errores a la primera, y luego enmendarlos, nos genera confianza ante las demás personas. Sin embargo, esconderlos y atribuírselos a terceros la va erosionando.
Portémonos como varones y damas honorables. Nadie es perfecto, ni tampoco nadie espera eso de otros. Lo mejor cuando uno hace la trastada es reconocerlo, aprender la lección y seguir echando pa´ lante.