MENSAJE
El poder que tiene un chisme
- Hermano Pablo
- Costa Mesa, California
Si había un mundo feliz,
ese era el de Michelle Morton, de Stanford, Inglaterra, bonita y saludable,
con tres años de casada y con un hijito de dos años y un
marido ejemplar, qué más podía pedir? Sus cielos eran
azules, sus auroras, doradas, sus atardeceres, serenos, y sus noches, resplandecientes.
Pero un día llegó a sus oídos un rumor. Una supuesta
amiga le susurró algo al oído. Su esposo le dijo a la amiga,
la engañaba con otra. Para Michelle fue como si el mundo se le viniera
abajo. Fue un golpe cruel para su alma de mujer enamorada, y su corazón
no resistió. Murió de un síncope cardíaco. Y
era sólo un chisme. Nada tenía de verdad.
¡Qué poderoso es el chisme! ¡Qué fuerza tiene,
aunque sea falsedad, aunque sea sólo chisme! Pero una vez dicho,
una vez escuchado y una vez creído, adquiere la fuerza de un ciclón.
Pocas personas hay lo bastante fuertes como para resistir la insidia de
un chisme. Es precisamente por eso, porque el chisme que usan y del que
abusan los humanos es insidia del diablo, que cuenta con todos los fuegos
del infierno.
En la ley de Moisés, ley dada por Dios para formar un pueblo santo,
digno de El, había una ley muy breve y pequeña, aunque grande
en significado: "No andarás chismeando entre tu pueblo"
(Levitico 19:16). Esa simple ley, bien cumplida, evitaría miles de
tragedias sociales.
El chisme nace en los ámbitos negros del corazón, en los
rincones sucios de la mente, y en las intenciones odiosas del alma. Así
como en los rincones sin limpiar se anidan alimañas y proliferan
telarañas y cucarachs, también en las personas cuya alma no
es limpia brotan los chismes com hongos tras la lluvia.
El no contar chismes es una decisión personal. Cada persona, si
se respeta a sí misma, y si respeta a los demás, guardará
su boca de inventar chismes o de hacer circular calumnias.
Y en esto de no calumnir, que por todo pecado y defecto que hay en el
alma no es tan simple y baladí como se piensa, debemos buscar la
ayuda de Dios. Debemos hacer de Cristo el Maestro de nuestra vida, y El,
que es la Verdad encarnada, nos hará a nosotros también personas
veraces, de una sola palabra y esa palabra será siempre justa y verdadera.
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