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Sábado 12 de agosto de 2000



«¡Adiós, queridas manos!»

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Hermano Pablo
Colaborador

Se recostó en las almohadas y trató de descansar. Le era difícil porque los dolores del cáncer son crueles. Paseó la vista por la habitación. Había cuadros, fotografías, recortes de revistas, diplomas y trofeos. Y había, también, un piano: el piano en que componía sus magistrales sinfonías.

Se miró las manos. Tenía manos suaves, de dedos finos. Las contempló con dolor y exclamó: «¡Adiós, queridas manos, adiós!» Un mes más tarde murió. ¿Quién era éste? Era Sergio Rachmaninov, el genial pianista.

Dos años antes, en medio de un concierto, tuvo un colapso. Se le diagnosticó cáncer. Luchó con la enfermedad veinticuatro meses, pero al final cedió. Murió decepcionado, contemplando siempre sus manos. Fueron realmente patéticas y sentidas las últimas palabras de este maestro de la música: «¡Adiós, queridas manos, adiós!»

Rachmaninov, aquel gran genio musical ruso, nació en 1873. Fue autor de preludios para piano, conciertos, sinfonías y poemas sinfónicos. Era maestro en la composición como también en la ejecución en piano, pero murió decepcionado, no porque tuviera cáncer sino porque había perdido el uso de las manos. Con la pérdida de las manos y de la agilidad de los dedos, perdió también todo deseo de vivir. Feneció su ánimo cuando murieron sus manos.

En el caso de Sergio Rachmaninov, aunque no hubiera perdido el uso de las manos, el cáncer lo habría vencido. ¿Pero qué de los que, con toda salud y fuerza, pierden el deseo de vivir porque algo los ha decepcionado?

¿Qué de las que se desesperan porque el novio las ha dejado o porque el esposo ha abandonado el hogar? ¿Y qué de los que se suicidan porque ha fallado el negocio? La vida trae circunstancias muy difíciles, pero mientras nos queda aliento, si podemos mantenernos en pie, si no nos hemos muerto, el futuro aún es nuestro.

Es interesante notar que todos los milagros que Jesucristo hizo mientras anduvo en esta tierra, los hizo en personas que habían perdido toda razón de vivir. Cuando no quedaba alternativa, cuando todos los recursos humanos se habían agotado, cuando nadie ofrecía esperanza, Cristo con su dulce compasión y su absoluto poder rescataba de la desesperación al que ya lo había perdido todo.

Lo cierto es que Cristo vive hoy, y no ha cambiado. Él nos ama con profundo amor y tiene el poder para librarnos de toda aflicción. No nos desesperemos. No perdamos la fe. No dejemos de creer. Clamémosle al Señor: «¡Ten compasión de mí!», y Él nos devolverá su ánimo. Él sólo espera que lo llamemos.

 

 

 

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