Lunes 29 de julio de 2002

 

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  OPINION

EDITORIAL
Violencia: agresividad maligna

La Policía dio un paso interesante ayer para salir del atolladero en que está metida, debido al incremento de la violencia: los jefes de zona y oficiales de mandos medios salieron de sus oficinas, unos, y se bajaron del patrulla los otros, para subirse a los púlpitos de los templos católicos desde donde pidieron a la comunidad ayuda para frenar la escalada de muerte y destrucción que aflige a la Nación.

Dicha estrategia demuestra varias cosas: primero, que la oficialidad de la Policía (incluido el director Carlos Barés, quien firmaba el comunicado leído ayer en las iglesias del país), está tomando muy en serio un problema que al principio dejaron que les creciera frente a sus ojos; segundo, que están desesperados. Se han dado cuenta que no pueden contra el hampa con los recursos convencionales -y que escasean para ellos-, y han optado por utilizar los foros más inusuales para tratar de convocar al mayor número de fuerzas, por más heterogéneas que éstas sean, para emprender la batalla.

Un tercer aspecto que resalta de la acción institucional de ayer, es que por fin se han dado cuenta que la crisis no es superficial ni coyuntural, y que requiere acciones de una profundidad y complejidad mucho más grandes de las que las capacidades actuales del país permiten manejar. Por eso Barés hizo que sus oficiales leyeran un comunicado en el que pide a la gente que siembren en sus casas valores ciudadanos, y ayuden desde sus realidades a combatir el mal.

Hasta el momento, cuando se le cuestionaba al Gobierno por el aumento de la violencia, sus funcionarios, incluidos los oficiales de Policía, casi respondían a coro con el manoseado argumento de que todo se debe a la crisis económica. De esta manera, los personeros gubernamentales, por razones que no sería oportuno enumerar aquí, brincaban sobre el análisis serio, y tomaban el primer pretexto que tenían al alcance de la mano. Una excusa con valedero peso específico, es cierto, pero excusa al fin y al cabo.

Se soslayaba un aspecto capital en el análisis, como lo es la tendencia humana a la destrucción. Todos sabemos que los instintos humanos rezuman agresividad, pero no sólo aquella agresividad creativa que ha levantado imperios e impuesto ideas de cambio, sino aquella maligna y ponzoñosa, que nos convierte en el peor de los animales, puesto que ninguno otro busca el conflicto, incluso en los momentos en que no es atacado ni necesita obtener alimento. Si a esta tendencia se le suman las vivencias de antagonismo, rechazo, disgusto, separación, aislamiento, animosidad y marginación características de los gobiernos de hoy en América Latina, la respuesta obvia es la violencia, incluso en su modalidad más virulenta: el crimen.

Ante esta realidad se impone la necesidad de un Estado fuerte, que antes de pedir ayuda a los gobernados, controle y dé ejemplo de rectitud y decencia. Un poder soberano que pueda apretar las tuercas del temor y respeto a las leyes, y así la paz llegará como producto del miedo, pero un miedo sano y provechoso dice Hobbes, y no producto de la tiranía. Pero nada logrará un aparato badulaque y corrupto; por el contrario, las consecuencias serán peores que las que hoy nos asfixian.

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