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¿Luna de miel o luna de hiel?

Hermano Pablo | Reverendo

Bruno Ríos, de 29 años, y su esposa Silvia, de 20, ambos uruguayos, estaban pasando la luna de miel en Nueva York. Acababan de casarse en su país y se habían dado el lujo de viajar a la Gran Manzana para celebrar los primeros días de su vida como pareja.

Silvia era una joven alegre, expresiva y entusiasta. Radiante de felicidad como estaba, se puso a dar brincos en la cama del hotel en que estaban hospedados, en una habitación que se encontraba en el piso 20.

De pronto dio un salto demasiado alto, perdió el equilibrio, pasó por la ventana abierta y cayó en la calle desde una altura de 60 metros. Allí, sobre el pavimento, su luna de miel se convirtió en luna de hiel: una luna de sangre, dolor, espanto y muerte. Pocos días antes, cuando sus familiares y amigos brindaban por ellos y les deseaban dicha eterna y una vida pletórica de amor, no se imaginaban que esa luna nueva que se vislumbraba en el cielo conyugal iba a cubrirse de luto.

En realidad, nadie sabe lo que le espera a la vuelta de la esquina, porque nadie tiene el dominio de su seguridad. Los accidentes y los desastres ocurren cuando menos los esperamos. Podemos salir de mañana llenos de vida y de salud, y por la noche encontrarnos tendidos en una funeraria.

Lo que sí tiene dominio de nosotros es la inseguridad, y aun más si vivimos en una metrópoli nerviosa y atormentada, saturada de violencia y maldad. Hoy más que nunca, prevalecen las condiciones de vida que describió Moisés en el Pentateuco, cuando dijo: «Noche y día vivirás en constante zozobra, lleno de terror y nunca seguro de tu vida. Debido a las visiones que tendrás y al terror que se apoderará de ti, dirás en la mañana: "¡Si tan sólo fuera de noche!", y en la noche: "¡Si tan sólo fuera de día!"»

La incertidumbre no deja de ser la nota tónica de la vida. En este momento, todo marcha a las mil maravillas; pero en un instante podemos despeñarnos por un precipicio, y despertar en el lugar donde hemos de pasar la eternidad. Por eso nos urge vivir con seguridad espiritual. Y esa seguridad la tenemos solamente en Jesucristo.

Cuando Cristo llena nuestra vida, tenemos una noción de la eternidad, y todos los riesgos de la vida carecen de importancia. Así como al apóstol Pablo, nos da lo mismo vivir que morir, porque Cristo llega a ser nuestra Luna creciente que despeja todas las tinieblas, alumbra nuestro camino y nos guía hasta la Ciudad que Él mismo iluminará para siempre con su gloria.



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